Un amasijo de metal se acerca al Estade Europa- Park de la ciudad, y los aficionados aferrados a los manubrios de cientos de bicicletas cantan provocativos himnos y canciones de guerra.
Hace frío, ocho grados centígrados en el otoño alemán, y la brisa levanta en Freiburg hojas de calzadas y calles. La estampa podría ser la misma de cualquier ciudad de este país, por estos tiempos envuelto en discusiones sobre el presupuesto, la guerra de Ucrania y Rusia, la subida en el costo de la vida, y el fútbol.
Las bicicletas llegan al estadio, como a cualquier lugar, y tienen su aparcadero para dejarla mientras dure el partido del SC Freiburg ante el Werder Bremen, o cuando sus dueños van a la compra en algún negocio o centro comercial. Es una manera de vivir, de llevar la existencia de todos los días, porque existe la convicción de que es mejor dejar el carro en casa; con el vehículo de dos ruedas se anda por aquí y por allá, sin contaminar, en calles planas y diseñadas para caminar. La medicina y la educación son gratis, y aunque salen de los impuestos de cada trabajador, desaparecen las angustias por pensar en las deudas con la clínica y el colegio.
Los aficionados en los partidos de la “Bundesliga” son vehementes, pero no llegan a la vorágine de estadios suramericanos, aquellas aguas turbulentas de violencia sin control. Gritan, agitan, vociferan, pero no ofenden y, al menos mientras hemos estado aquí, no se han vistos actos de discriminación por el color de la piel.
Aunque se ve la entrega por los equipos y poca preocupación por la selección, allá abajo, en el fondo de todo, subyace el dolor, en comunión con el deseo de ver a Alemania con su quinto título mundial. No cabe en la cabeza de la gente ver a su “mannschaft” humillada en las canchas en 2026.
“Campeona, campeona”, vibra en el alma teutona, y se rememora aquellos equipos del pasado, a Karl-Heinz Rummenigge, a Andreas Brehme, a Gerd Muller, y especialmente, y con todo fervor, con pasión nacionalista, a Franz Beckenbauer, para los alemanes el jugador más grande dado por el fútbol.
Salimos del estadio rumbo a la estación de tranvías. Debemos tomar el número 3 que nos lleva a la estación de autobuses para encaramarnos en el 34.
La fila para montarse es enorme, una rareza en una ciudad en la que el transporte suele ir semi vacío. Llegamos al terminal y oímos hablar del partido y hacerse bromas los tipos unos con otros (qué vaina es no saber alemán), hasta llegar a la computadora que tienen la entrada de los buses.
Arriba, y a cada lado de las calles, un abigarrado tránsito evita que se ande a más velocidad. Llegamos al punto de encuentro entre la avenida de carros y la paralela por donde pueden andar los viandantes y las miles de bicicletas.
Vivir un partido de fútbol un estadio en Alemania es una experiencia que vale la pena. Cómo no. Venga otra cerveza.
Con los periódicos abiertos
Hablar de los periódicos puede extrañar en Venezuela a un antiguo lector. Allá la tendencia creciente es conocer las noticias en los teléfonos celulares, pero aquí, como en los países de Europa que hemos pisado en este viaje, se mantiene la antigua tradición de las hojas de papel. Los diarios y revistas son vendidos en las panaderías, y por las gélidas mañanas, cuando acudimos a una cercana para beber el café del despertar, vemos a clientes desparramar sobre las mesas los periódicos del día.
Casi todos leen, a páginas desplegadas y con fotos silueteadas, el “Bild”, un diario sensacionalista y popular, que según cifras recientes tira 350 mil ejemplares por día (2,50 euros cada ejemplar).
Los alemanes, apegados a sus hábitos, no renuncian a leer su cotidianidad, así tengan en casa y en los autos las más recientes novedades de la tecnología.