El Mundial del caos

El Mundial del caos lo ha ganado el equipo que mejor se ha movido en la incertidumbre. Se lo ha llevado la selección que más lo ha deseado. Es reconfortante que, por lo menos, sí que tenga sentido la historia futbolística de este Mundial, otoñal en tanta medida. Argentina empezó el torneo al borde de un ataque de nervios y lo acabó habiendo comprendido que no iba a vencer el que más golpeara, sino el que más veces se levantara. Una tarde perfecta para reivindicar la imperfección. Y solo una duda: ¿hubiera triunfado la ‘Albiceleste’ de haber ganado el primer partido? Aquel hoy lejanísimo tropiezo contra Arabia Saudí se podrá añadir a su casilla de victorias. Un último aprendizaje antes de abandonar Catar. De derrota en derrota, hasta la victoria final.

El caos de hoy y el caos de ayer. Qué lejos queda todo aquello. 30 días de campeonato, pero cuántos meses con esa sensación metálica en la boca. Porque el Mundial del caos, de lo impredecible, ya lo era antes de que el balón echara a rodar. Un amasijo de estadios y de muerte. Una Copa del Mundo que no acertábamos a imaginar. Aquella duda general, ¿alguien la recuerda? Como Argentina, éramos muchos los que nos sentíamos vergonzosamente derrotados en el primer partido. En las horas previas al choque inaugural, apenas había espacio para hablar de fútbol. El Mundial robado. ¿Dónde estaba el Mundial? La tragedia de miles de trabajadores y sus familias, el miedo de colectivos perseguidos. ¿Qué precio tenía mirar para otro lado, pasar página incluso de la Declaración Universal de los Derechos Humanos? ¿Qué precio teníamos todos nosotros? Intuíamos un desastre organizativo que a la postre no se ha producido (¿Cómo se monta un Mundial en medio del desierto?). Pero es que llevábamos una década masticando el caos. Afortunadamente, tampoco acertamos los que teníamos claro que, una vez comenzado el torneo, ya nos habríamos olvidado de todo lo demás, como un hechizo que cae. No, no es así cómo funciona un mundo complejo. Todavía había voces llamando al boicot cuando Doha se llenó de banderas argentinas (los primeros en llegar, los últimos en irse). El juego y la conciencia se han ido entrelazando durante semanas, en un baile extraño, que se suponía más incómodo.

El juego y la conciencia se han ido entrelazando durante semanas, en un baile extraño, que se suponía más incómodo

Los primeros días, el balón no podía con todo. De repente, la selección de Irán, sus jugadores, callaron, sutiles, al son de su himno, y lo convirtieron en canción protesta. Los de Queiroz se atrevieron a poner en riesgo mucho más de lo que se dirimía sobre el terreno de juego. Algo que en las selecciones de nuestro entorno no podremos ni soñar, por lo menos, hasta la siguiente generación. La actualidad de la fase de grupos y de la tensión iraní la compartía un brazalete de colores que recordaban ‘sospechosamente’ a los de la bandera LGTBIQ+. La contundencia de las declaraciones de algunos de esos capitanes nos hizo creer que quizá las cosas estaban cambiando más rápido de lo que se podía prever, que habían quedado atrás los días de las superestrellas que se ponían de perfil. Pero la FIFA no tuvo que subir especialmente el tono. Una leve amenaza fue suficiente. ¿Qué precio teníamos, te preguntabas? Una tarjeta amarilla. Tanto como una amonestación. Pesaron más 90 minutos (con sus larguísimos añadidos, eso sí) que 365 días de injusticia, que doce años de locura sobre locura. Fue entonces cuando supimos que, en gran medida, habíamos perdido. Si no todo, por lo menos una oportunidad. Y el fútbol de un Mundial in crescendo nos seducía, para acrecentar nuestra propia contradicción. Alzas la voz para que se te oiga y, sin embargo, formas parte del ruido, necesitas que la rueda gire y gire. Y así, el relato del torneo que creíamos que se dirigía al desastre, porque todo era caos, nos atrapó precisamente por su lado salvaje y natural. Suena extraño, pero los últimos 30 minutos de la final del Mundial de Catar fueron una oda a la libertad. La belleza perversa de una de las finales más trepidantes de siempre. La Francia más controladora, como en la viñeta de Forges. “¿Nosotros o el caos?”, preguntaron. Y el resto, Mbappé incluido, respondieron “el caos”.

¿Qué queda, un mes después, de aquellos días previos en los que no se hablaba de fútbol? Confeti en el suelo y mucho que barrer. Y el convencimiento, puede que para no hacernos más daño, de que nunca se habló tanto de humanidad antes y durante un Campeonato del Mundo. Y nos queda Messi con capa. Una capa literal, la túnica del emir. Como un filtro de Instagram que emborrona una foto histórica. Como un asterisco en la Wikipedia. Pero también la capa metafórica, la de superhéroe, la alegría del fútbol que aún no nos han robado. Una forma de recordarnos que no hay derrota si se sigue peleando, si se rema en el caos.

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